Murió rodeado de lo suyos: su alma y esposa Isabel Vigiola, su hijo Carlos, su nieto Pablo... su familia, a la que adoraba. Dios ha llamado a su reino a su Ángel Antonio Mingote en la tierra. La vida le ha vencido en el Hospital Gregorio Marañón, donde llevaba ingresado desde hace unos días, y se despertó un par de veces para despedirse de los suyos. Hoy, el pueblo de Madrid, la gente a la que él historió y quería como nadie, le brindará un multitudinario y emotivo último adiós en la capilla ardiente que se instalará esta tarde a las 19 horas en los Jardines de Cecilio Rodríguez, en el Parque del Retiro de Madrid. La capilla volverá a abrirse mañana (entre las 10 y las 19 horas) y, tras el cierre, Mingote será incinerado en una ceremonia íntima y familiar.
Antonio Mingote era un extraterrestre que amerizó desde la constelación Trabaja, Idiota, y No Pares.
—Jajaja. Sí, ¡qué barbaridad! Pues tendré que parar. Ya me parará, supongo, la fisiología. De un momento a otro, de un momento a otro, pero bueno; es lo que toca...
Hace meses, le importunábamos en su sanctasanctorum:
—¡Buenos días, maestro!
—Ya ve, aquí me tiene, atado al duro banco. ¡Hasta que el cuerpo aguante! Acérqueme la grabadora.
—¿Por qué don Antonio?
—Es que antes tenía una voz de barítono... y ahora una voz de ¡gilipollas!
Fue su última entrevista. Compartir con él y con Isabel unos días maravillosos —en un documental que pueden disfrutar en ABC.es—, en su casa, en su estudio, en el Museo de ABC, en el Retiro, del que es alcalde honorario y donde hace muchos años sembró un abeto que hoy se desangra en dolor por la muerte de su plantador. Nos confesó que le faltaba hierro: —¡No se preocupe, usted es de madera de boj!, le animamos.
Y se despidió de nosotros con una sonrisa, esa con la que cada mañana subía a su azotea, y con exquisita educación saludaba: «¡Buenos días, gente!». Sentía Mingote la vida ora con la tierna timidez del niño que observaba gamusinos mientras acudía a misa de doce cada domingo ora con la bendita paciencia del domador de fieras. Su humor era el pánico de los alindongados, amohinados, barbilindos, currucatos, chisgarabises, fifiriches, golillas, lechuguinos, mojigatos, pisaverdes, pudibundos, zangolotinos y zascandiles.
Resumía un editorial en una viñeta desde su independencia y su amor por la libertad, el auténtico bálsamo de fierabrás contra conjuros, exorcismos, hechicerías, encantamientos, demonios familiares, brujerías, maleficios... Desde esa azotea observaba día a día lo que en tiempos de Pío Baroja fue una enorme extensión de trigales verdes que llegaban hasta el Cerro de los Ángeles, resquebrajada únicamente por las dos filas de casas para pobres construidas a la altura de Pacífico. Eran los desheredados, los humildes, los ninguneados de la Historia, los hombre solos, que Mingote esculpía.
Nació este doncel harto curioso, de nombre Ángel Antonio Julián Orson Dulce Nombre de María Mingote Barrachina en Sitges, en casa de los abuelos. Vino al mundo el 17 de enero de 1919, día de San Antonio Abad. Hijo del músico Ángel Mingote y de Carmen Barrachina. Pesó dos kilos setecientos gramos.
Pasó la niñez en Calatayud y Daroca, —de donde fue nombrado marqués por el Rey—, entre la nieve de la montaña, el castillo, las murallas, y su primer colegio, los Escolapios en la Puerta Alta. Un día, al salir precipitadamente, Mingote dio con su cabeza en una piedra del quicio. Y la cicatriz nunca le abandonó.
En 1927, los Mingote se trasladan a Teruel. Allí es tiple solista en el coro del Colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, y empieza a alcanzar éxito como dibujante. Vuelve a tropezar con la segunda piedra: se rompe la nariz contra un árbol del patio, lo que escachifolla irreparablemente su natural belleza, la del árbol, se refería. Con el tiempo se convertirá en barítono.
Toma de Barcelona...
En 1929 principia su Bachillerato con los Padres Franciscanos de Teruel. Descubre su amor, su pasión por el teatro, y comete su primer pecado mortal —contemplado en el Sexto Mandamiento—, del que se confiesa con el padre Ramón Gorriti Pedrés. Recibe una reprimenda severa y una penitencia grande.
En el Instituto, Mingote pasa de alumno libre a alumno (lo que le hace más libre). Vive años felices porque su madre le instruye, su padre matiza sus estudios y descubre la riqueza literaria del 98 y el 27. El 17 de julio de 1932, con trece años, Mingote dibuja en Teruel al conejo «Roenueces» y lo envía al suplemento infantil «Gente Menuda», de Blanco y Negro, que lo publica.
Y en su casa, frente al Instituto, descubre a la chica que será su primera novia, con la que hace manitas a escondidas, algo que estaba terminantemente prohibido: «Nos amenazaban con enviarnos al infierno. Los curas nos hicieron mucho daño. ¿Cómo vas a hacer caso al Infierno cuando eres joven y tienes a tu lado a una preciosidad de mujer? ¡Además, eso del Infierno es un invento perverso», arreciaba.
1936-39
Con 16 años, Antonio Mingote se pregunta perplejo qué es la guerra, a lo que nunca logró responder. Nieto por parte de padre y de madre de dos veteranos carlistas, e hijo de un difuso derechista, deriva en requeté. Se alista. Lo destacan en el Tercio de Santiago en la Sierra de Albarracín (Orihuela del Tremedal). Teruel es ocupada por el ejército entonces llamado rojo. Reconquistada la ciudad, acude con la esperanza de poder encontrar noticias de sus padres y hermana. Teruel es una escombrera humana y solo tres o cuatro personas deambulan entre las ruinas. Meses después recibe noticias a través de Cruz Roja. Viven sus tres familiares, pero su padre ha sido encarcelado.
Con 16 años, se pregunta perplejo qué es la guerra, a lo que nunca logró responder
Como alférez provisional, Mingote hace la campaña de Cataluña. Le llegan noticias de que su madre y su hermana están en Barcelona, en el piso de su tío Samuel Barrachina, en la calle Muntaner (su padre permanece en la cárcel en Valencia). Y Mingote emprende la conquista de Barcelona. Su abuelo, que era carlista, no se movió de Sitges; era un sabio respetado por todo el mundo, seguía con su cuello de pajarita, sombrero, bastón, y había sido maestro de veinte generaciones de sitjetanos. Pero su tío Samuel sí era político, de derechas, y se fue.
Cuando llega a Barcelona Antonio Mingote es ya un bravo alférez provisional de la Quinta de Navarra, del Cuarto Batallón de Infantería del Regimiento de Zamora número 29, lo cual recordaba siempre con mucho cariño. La tropa para en el Tibidabo y al final de la calle Montaner, que está en cuesta, vivía su madre, a la que no veía desde hacía tres años, y probablemente su hermana.
Mingote le implora a su superior, apellidado Trapero: «Mi comandante, tengo que bajar a esa calle». Trapero le pregunta si está loco. Mingote insiste: «Bajo, veo a mi madre y me vuelvo...» Le dio tanto la lata a Trapero, que al final cedió. «Mi comandante, no se enterará», le promete. Antonio Mingote toma a su asistente, Miguel Flores, asturiano, grande, alto, de su quinta y edad, y baja decidida y marcialmente por la calle Muntaner.
La gente le mira extrañada, en silencio, por su uniforme e insignias que no le son familiares. Mingote llega a la casa de su tío Samuel, llama, sale una señora, le pregunta por Doña Carmen Barrachina, y le informa que se ha ido a Sitges tres días antes. Devuelve Barcelona y retorna al Tibidabo. Esa fue su guerra. Mingote portaba un pistolón que había sido de un comandante rojo, una zamarra de cuero, y una boina con estrella.
...y devolución de Barcelona
El joven alferez regresa y le notifica a Trapero: «¡Ya he devuelto Barcelona!» Y repiquetea: «Comandante, ahora yo le pido permiso para ir a Sitges porque mi madre está en Sitges». Trapero transige a regañadientes. Mingote se acurruca en el remolque de un camión hasta un puente, y de allí cuarenta kilómetros, casi una maratón, hasta Sitges.
Soldado en Salamina. Es de noche, llovizna, la carretera abotargada de charcas y ni un alma a la redonda, en plena Guerra Civil, sitiada Barcelona. Ni un guardia, ni una patrulla. Mingote y su asistente amanecen en la localidad costera. Asoma un sereno y Mingote pesquisa: «Oiga, ¿dónde está la casa de don Esteban Barrachina?» (su abuelo). Y el sereno le notifica: «Esta mañana le hemos enterrado».
Mingote se desploma por la pérdida de una persona esencial en su vida. Luego se enteró de que, como don Esteban había sido carlista, Franco hizo tenientes a todos los veteranos de la guerra carlista; unos requetés le llevaron una boina roja a su abuelo con las estrellas de teniente, se la puso, fue a una misa de campaña, hacía frío, llovía, se enfrió y don Esteban se murió.
Mingote persiste, llega a la casa de su tío Samuel, un caserón con una puerta grande de madera, aporrea la aldaba, y se escucha una voz desde dentro: «¡Mi hijo!, mi hijo». Era su madre la que gritaba emocionada, bajó, le abrió, y se fundieron en el abrazo del alma. Mingote vuelve al batallón, que había tomado Barcelona. Cuando se incorpora se había producido un encontronazo con muchas bajas. Y de ahí hasta la frontera, con Montserrat en lontananza. La Prensa alaba la magistral operación de la toma de Barcelona; Mingote, que la conquistó como un hombre solo, sonríe escéptico.
Los ratos los aprovecha para escribir novelas policiacas, con el pseudónimo de Anthony Mask
Con la paz tras el marasmo de la tragedia, Mingote se traslada a Zaragoza y se incorpora a la familia, que ya vive allí. Tiempos difíciles. Se matricula en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estudia dos cursos. Ingresa en la Academia de Transformación de Infantería, en Guadalajara, y se transforma en militar profesional.
Los ratos de claro en claro los aprovecha para escribir novelas policiacas, con el pseudónimo de Anthony Mask, como «Ojos de esmeralda», que sitúa en Nueva York; y del Oeste, «Los revólveres hablan de sus cosas». Cuando le destinan brevemente a Guipúzcoa mantiene relaciones con una joven de Tolosa. Pasean y hacen manitas; él sobre el caballo y ella a lomos de una bicicleta. Dadas las dificultades para culminar un amor tan raro, se devuelven los regalos.